David Lynch  Sinfonía Industrial Nº 1. El sueño del que tiene el corazón roto. (teatro)


 “Dile a tu corazón que me hiciste llorar, dile a tu corazón que no me deje morir”.

(Rockin’ back inside my heart. David Lynch).    Director de cine, fotógrafo, domador de hormigas (sí, domador de hormigas), artista plástico, melómano, diseñador de muebles... El estadounidense David Lynch es todo eso y, encima, en sus ratos libres, se dedica a poner en escena obras de teatro absurdas e inquietantes. La mejor de ellas -y la única hasta donde yo conozco- es “Industrial Symphony N 1. The dream of the broken hearted”, una obra dividida en varios actos que giran en torno a la figura de una actriz y las canciones -tristes, melancólicas, desbordantes de dolor- que interpreta. Quiero volver a decirlo, por si alguien no comprendió: no es un musical, es una obra sumamente absurda e inquietante. 
   Lynch es famoso por su carrera cinematográfica. Eraserhead (1976), El hombre elefante (1980), Duna (1984), Terciopelo Azul (1986), Corazón Salvaje (1990), Twin Peaks. El fuego camina conmigo (199?), y la reciente Lost Highway (1997) hablan de un cineasta influido por el surrealismo, obsesionado por crear imágenes irracionales y estados oníricos y por criticar violentamente al gran sueño americano a través de la diferenciación de dos universos opuestos y antagónicos: el mundo convencional, cotidiano e hipócrita y el mundo siniestro, marginal, oculto, que late debajo de las apariencias y los valores sociales establecidos. 
   “Tengo la cabeza llena de humo, llena de dolor”, canta -suspira, murmura- la actriz Julee Cruise mientras baja de las alturas del escenario flotando como si fuese un ángel o una especie de hada buena. Su vestido blanco, su pelo blanco. Abajo la espera lo desconocido, lo perverso... el mal. Un enano vestido con saco, sombrero y tacones, serrucha un tronco. Una mujer desnuda se retuerce sobre un automóvil vacío, se toca impúdicamente, cuelga de grandes columnas eléctricas y estructuras de hierro que pueblan el lugar. Arriba hay luz. Abajo oscuridad, llamaradas, humo. 
   En cada uno de los episodios y en la puesta tomada como una totalidad aparecen las preocupaciones estéticas de Lynch, las mismas que lo acompañan en todas sus actividades: “Las industrias como elemento iconográfico visual y sonoro; la búsqueda del lado oscuro de las personas y la expresión de sus temores más profundos; la creación de climas extraños, cerrados y perturbadores, con el mal latiendo a cada paso; la configuración de un mundo cerrado, con dos caras: la superficie y la profundidad, habitada por el mal; los monstruos generados por la sociedad; la convivencia del sueño y la vigilia” (Ossessione, número uno). 
   Voces en off hablan incoherencias o se refieren a algo que nadie entiende. Sonidos y ritmos minimalistas, ruidos de sirenas, máquinas funcionando en un segundo plano. En ese ambiente de pesadilla las miradas se cruzan con temor, la gente enloquece, el enano corre llevando un carrito con una bombita de luz encendida. Algo malo está por suceder. Algo diabólico se avecina. 
El hada canta: “En la noche... las sombras flotan, las sombras flotan en el aire/ Yo grito... grito tu nombre/ La noche es tan oscura. ¿En dónde estás?/ Vuelve a mi corazón”. Se escuchan alaridos, zumbidos de abejas, y la mujer cae. Cae y se estrella contra el suelo del escenario. Varios hombres sin rostro aparecen con linternas y ayudan a incorporarse a un demonio -un cabro rojo, altísimo, con cuernos- que lucha con el enano. Lamentos, trompetas que desafinan, sonidos animalescos, todo ayuda a darle un acento perverso a la escena. 
   Se trata de una performance de 50 minutos absolutamente incoherente y delirante, que fue llevada a cabo y grabada el 10 de noviembre de 1989 en el “Opera House” de la Academia de Música de Brooklyn, en los Estados Unidos. Como dije, está separado en actos -diez en total- continuos e ininterrumpidos. Actos que en realidad son canciones (todas compuestas por Lynch y su inseparable colaborador, el músico Angelo Badalamenti), historias de amores no correspondidos, de tristeza, de melancolía y soledad. 
   Casi al final, el enano -esta vez acompañado únicamente por una mujer semidesnuda y un hombre que toca el clarinete- interpreta una de las escenas más dramáticas de la película Corazón Salvaje. Antes de hacerlo se presenta ante la audiencia: “Quiero contarles un sueño triste, el sueño del que tiene el corazón roto”. 


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